Siempre
tuve curiosidad por los personajes de las películas que acuden solos a un bar.
Se sientan en la barra, piden un whisky doble, conversan con sus propios pensamientos al
principio, y en ocasiones con el camarero
sabio y consejero al final. No son bares con terraza, ni luz, ni
siquiera tienen ventanas. Son bares oscuros, con olor a mármol recién barnizado,
de paredes frías con cuadros de personas que nadie conoce, personas antiguas de
rasgos despintados, con un billar y una barra de madera casi solitaria.
Se sientan
y clavan sus ojos en la copa con el sonido ambiente de la máquina tragaperras y
algún que otro golpe proveniente del otro lado de la barra. Uno puede llegar a
sentirse invisible entre tanto desconocido silencioso. Solo hay que mantener la
calma, quieto y sigiloso, centrarse en el filo del vaso y destacar únicamente
por el tintineo de los hielos contra el vaso cada vez que le das un trago. Y
solo así, uno se mimetiza y consigue dar el efecto que buscan, el efecto que me
dan y que yo busco, desaparecer…
Cada sorbo
es un suspiro, cada recuerdo una punzada en el corazón que tratas de aliviar
con un trago más largo. Y cada minuto que pasa se vuelve más borroso que el
anterior. Empiezas a cogerle el gusto a la melodía de los hielos que suena
dentro del vaso, y tus pensamientos empiezan a bailar en tu cabeza, perdiendo
el sentido y dañando el alma. Y decides alargar y arrastrar el brazo para
alcanzar la servilleta que se encuentra bajo el plato de frutos secos medio
vacío de al lado. Rebuscas entre tus bolsillos un lapicero, quizás un bolígrafo
si tienes suerte, pero no es el caso. El camarero decide ofrecerte el suyo,
bien escondido detrás de la oreja y esa melena de pelo grisácea y te dispones a
escribir:
“Todo fin
es un comienzo- la mujer del bar”
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